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miércoles, 15 de agosto de 2012

Otimov


Andar despacio detrás de los turistas, cerrar los ojos para verlo todo cuando el sol nos ciega e inmóvil en el agua dejo que los peces me rodeen y al sumergirme ser un cuerpo más, en el agua, rodeando formas.
Agosto. Calor y las noches francesas, que alumbran las horas poco tiempo y sin descuidar una sola sábana.

Y el amor, que se alegra de conocerme me invita a sus recitales y anécdotas, me cuenta que en algunas librerías ya no se habla de él y que muchos de sus amantes, escritores, sólo piensan en atraparlo, dejarlo caer en sus letras, besarle después y convertirlo en suyo.
La música. La música en el metro y la que sobresale de los auriculares de los que conocen la ruta del metro. Tu música, la que sale de tu boca y llega a mis oídos, la música de los que luego piden dinero.
Más tarde pienso en los sabores y lo que se cocina a fuego lento, la soja y el agua de la playa, las ultimas copas y el café de las mañanas.
Y al final la piel de las chicas rusas y su acento serio, sus gestos dormidos y su enfado relativo. También tu piel, en negativo y preciosa, de licra y natural, como si nunca nada se fuera a impregnar.
Tu olor, al fin tu olor. Tu aroma y el de tus rizos, el de tu ropa y tus piernas, el aroma del blanco que te invade, la sequía que provoco la mezcla.
Pero sobretodo tu saliva y tu lengua dormida, tus labios precoces. Tu soñando. Ese fue el momento preciso en el que llegó el invierno en Otimov.


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