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martes, 26 de octubre de 2010

El descubrimiento.

Me siento al lado de Sana, Nadia y Latifa.
Sana tiene sólo un año más que yo, un marido y un bebé de meses. Es muy muy muy inteligente, retiene el vocabulrio nuevo como si fuera un diccionario abierto y hace preguntas impertinentes que sólo se deben a sus ansias de curiosidad y perfección. Habla muy bien el castellano y el catalán le parece estúpido, pero sabe que tiene y debe aprenderlo.
Nadia sólo tiene esos enormes ojos con los que me mira cuando no me entiende y me sonroja cuando sin más, me corrige en más de una ocasión. Nadia tiene la boca pequeña y hace muecas graciosas, todo con tal de no hablar. Le cuesta, se averguenza y no sé porqué todavia. No sé aún si Nadia tiene hijos, sólo se que trabaja en un restaurante del centro en Barcelona y que vive sola.
Latifa es increible. Es guapa, la mayor, tiene un hijo pero está lejos. Ella compra libros de caligrafía para niños y los hace, supongo que, con el mismo amor que le suscita soñar con su hijo aprendiendo a leer y a escribir. Cada día al terminar la clase espera paciente y me entrega sus particulares deberes, los que ella se manda a sí misma y entrega con tesón.
Y yo que me siento pequeña a su lado se supone que debo enseñarles algo. Lengua, lenguaje, significados, gramática, fluidez verbal o simpatía. A veces sólo me apetece lincharlas a preguntas o invitarlas a un café para que cuenten, hablen, me digan, me contesten y si quieren, rían.
Tienen algo y no sé qué. Esa profunda soledad al final de su mirada, que no suele ser esquiva y a menudo es exigente.
Ese tono burlesco que tiene el negro de sus ojos cuando me miran y yo sé, piensan : es una cría, pero al menos tiene algo que contar. Y yo les contesto parpadeo a parpadeo : Soy mujeres y todavía no creéis en vosotras.


Es el amigable empujón que alguien ha de darte para que te lances al vacío a ver lo que todos ya vieron y de lo que siempre te hablaron. Las voy a empujar.

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