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lunes, 8 de junio de 2009

Metáfora con final pedante.


La chica que siempre decia no a la primera y sí a la segunda se llamaba J.M.S. aunque se la conocía por Jules.
Su madre era hija de un exconvatiente nazi alemán y su padre un mejicano judío convertido después de casarse con la madre de J.
Vaya mierda pensaba ella, que curioso pensabamos el resto. Su padre no tenia acento ni mejicano, ni hebreo ni yanqui ni alemán. Hablaba un castellano muy pobre, bastante indígena y dañino para los oídos. Su madre hablaba un alemán muy cerrado, una imitación casi perfecta del argot militar nazi, que seguramente era la única herencia agradable que había rescatado de su infancia.
J. siempre hablaba de los niños muertos con los que jugaba mamá. Niños desnudos, sin pelo y casi-muertos. A los niños alemanes les dejaban jugar con los niños casi-muertos la noche antes de su despedida del mundo. Les dejaban que jugasen a vestirlos, a pisotearlos o como muebles, incluso alguna vez, les dejaban quedarse con ellos. Eso en realidad, era una suerte. Mejor ser un muñeco que ser un casi-muerto.
Al padre de J., sin embargo, su infancia se le había olvidado. Su madre era indígena, una indígena raptada durante un asalto, en el que el abuelo de J. se enamoró de esa jovencita, y doblandole la edad e incluso triplicandosela, la agarro del pelo y la subió a lomos del caballo. Se la llevó a la civilización dónde aún tuvo tiempo de enseñarle algo de castellano que más tarde, preñada a temprana edad, enseñaria a sus 14 hijos como lengua materna. La lengua de los indios se les prohibió, y el más pequeño intento le costó los dientes. Eso, de todos modos ocurrió una vez, con el primero de sus hijos. El padre de J. fué el décimo y el más grande de todos. Media 1,80 m y J. talvez fué lo único que heredó.
J. blanca de piel, con tez rosada en sus mejillas y parpados enormes, que abrían y cerraban sus pupilas como enormes persianas que aleteaban como mariposas. Sus largas pestañas y ojos grises, se camuflaban bajo unas gafas de pasta enormes que rodeaban sus ojos, inmensos en medio de su cara pequeña, con forma de castaña, que acentuaba una barbilla graciosa y se adornaba con un pelo negro azabache, tan lacio como el de su madre y largo como el de su padre. Hacia poco había decidido permitirse el lujo de recortar su flequillo, que pocas veces dejaba que cubriera su rostro, el qual brillaaba más aún cuando sonreía y su enorme dentadura de caballo dejaba enterver los cuidados que merecían : blancos como perlas, perfectamente alineados y proporcionados.
Por otro lado sus diminutas orejas que dejaban paso a un larguísimo cuello, tan femenino que ni si quiera necesitó pasar por la puvertad. Y J., tenia algo mejor. Sus labios. Carnosos, perfilados, con una expressión natural, que insinuaba constantemente la necesidad de perder la virginidad bucal.
A sus 13 años todavía no. Qué lástima! Pensaban esos cabrones alemanes, menuda suerte pensaba su padre. A ella le daba igual. De hecho sabía perfectamente que era carne de cañón, sabía que era un mero error o paradoja absoluta, mofa o utopía hecha realidad.
Pero ella tenía guardad su mejor frase, la brutalidad de la venganza escondía una inocente estructura verbal : yo soy lo peor de los errores de los nazis. Te has cortado alguna vez el dedo al pasar las hojas de un libro o te mordiste la lengua al morder con mucha hambre lo primero que te llevaste a la boca? Pues yo soy la sangre de ese pequeño error, corte o mordisco.

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